La beatería de la sociedad civil

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Hay una forma fácil, sencilla, digerible, de referirse a lo que ha ocurrido con la Fundación Democracia Viva y su obtención de centenares de millones de pesos mediante asignación directa.¿Cuál es esa forma fácil, sencilla y digerible, que desata aplausos? 

 

Se trata de la condena moral.

 

Pero la condena moral, tanto la que viene de los opositores (¡miren lo que hicieron quienes presumían tener mayor estatura moral!, exclaman) como la que proviene de los partidarios de ese partido (no podemos permitir que nuestros principios sean mancillados de esta forma, dirán por su parte), arriesga el peligro de que todo esto se moralice, olvidando que revela una grave falla institucional.

 

Quizá sea mejor entonces, luego de esa condena, preguntarse qué es exactamente lo que permitió que esto ocurriera (y sin duda, haya ocurrido antes y, de seguir todo igual, continuará ocurriendo), y luego de identificarlo, corregirlo. En este tipo de incidentes, por llamarlos así, suelen confluir dos factores: la agencia (un sentido del deber fuerte o débil en quienes participan) y la estructura (que crea un entorno de oportunidad).

 

En este caso parece que el sentido del deber era débil, de manera que puede ser más útil detenerse en el segundo factor: en la estructura y sus defectos, que crean la oportunidad para que estas cosas ocurran. Veamos. Desde luego está el problema del directorio.

 

 En este tipo de organizaciones, a diferencia de lo que ocurre en las sociedades anónimas, los directores son virtualmente irresponsables. Mientras en una sociedad anónima, los miembros del directorio responden con su patrimonio personal de los acuerdos dañinos a los que concurren o por la omisión en el cumplimiento de sus deberes, ello no ocurre en el caso de las fundaciones. 

 

La responsabilidad de los directores es en los hechos floja, está entregada a un estándar general. El Ministerio de Justicia lleva un simple registro formulario de estas organizaciones, y el escrutinio sobre ellos es casi inexistente. 

 

Como no hay principal ante el que deban responder, los directorios son lejanos, puramente simbólicos. Mientras en la sociedad anónima están los dueños (accionistas) que nombran al directorio y frente a los cuales este responde, en las fundaciones no hay dueño y, en realidad, son los administradores los que hacen el papel de tal, y eso explica que el directorio suela estar integrado por personas prestigiosas que la mayor parte de las veces, de buena fe, pero sin conciencia de lo que se trata, prestan su nombre y su presencia para que la fundación del caso genere confianza v pueda obtener recursos, pero ni administran ni vigilan a los administradores. Son directorios de papel y, desde luego, quienes los integran o ignoran de qué se trata el cargo que aceptaron o no cumplieron su deber.

 

La primera lección entonces es que es necesario mejorar el gobierno corporativo de las fundaciones. Y lo mejor es asemejarlo al de las sociedades anónimas abiertas. Después de todo, ambas organizaciones solicitan dineros a la ciudadanía, sea mediante el mercado, sea mediante el proceso político. Parece increíble, pero si se atiende a las reglas hay menos probabilidades de robo y corrupción en las sociedades anónimas que en las fundaciones.

 

Por supuesto lo anterior es difícil de aceptar para quienes se han plegado sin más a una de las ideologías tontas de este tiempo: la beatería de la sociedad civil.

 

Se supone que una sociedad sana es una cuyo tejido social es denso y profuso. Esta idea tiene su origen en unas páginas de Tocqueville, quien encontró allí uno de los soportes de la libertad en la sociedad norteamericana. Pero al enfatizarse demasiado esa idea (y quienes la enfatizan son, era qué no, los mismos miembros de las organizaciones que la integran), se ha olvidado que lo que se llama sociedad civil es también un agregado de grupos que promueven intereses particulares, hacen abogacía de temas específicos y buscan rentas. 

 

La idea de que basta que una organización sea de la sociedad civil o sin fines de lucro para atribuirle integridad y templanza, y a sus administradores virtudes de samaritano, olvida que en muchas de ellas (en no todas, desde luego, puesto que hay muchas orientadas vocacionalmente) se agrupan personas alérgicas a la competencia y al esfuerzo que, a pretexto del interés general, buscan rentas para sí o para el partido a que pertenecen.

 

Esta beatería afloja el escrutinio sobre esas organizaciones (ah, es una organización de la sociedad civil, suele decirse, y basta esa constatación para que cualquier duda se opaque).

Y está lo inexplicable: ¿Cómo explicar, en efecto, que el problema principal del que una sociedad deba ocuparse -la pobreza, que impide el goce de la verdadera ciudadanía- sea delegado a organizaciones sobre las que o no se ejerce control o se ejerce uno débil? ¿Por qué entregar a organizaciones voluntarias la solución de los más básicos problemas de la vida social? Pero ¿qué socialistas son estos que hacen de la pobreza una forma de emprendimiento que les permite el prodigio de negar el lucro y, al mismo tiempo, lucrar con entusiasmo?

 

Está muy bien condenar a este grupo de pícaros que, a pretexto de redimir la pobreza y ayudar a superarla, obtienen rentas para ellos o sus partidos; pero esa condena no debe hacer olvidar los defectos institucionales que, como se ve, urge corregir

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De otra manera, la rueda del despilfarro y el nepotismo comenzará muy pronto a girar de nuevo.




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